El Carretón del Diablo

Esta leyenda es tan típica de los pueblos tuyeros como de otras zonas venezolanas, donde muchas personas dicen escuchar el estruendoso ruido del pisar de los caballos, junto a las ruedas de la carreta. Por ello jóvenes y adultos se mantienen de noche entre sus casas, para evitar ser victimas del llamado "carretón del Diablo".

 

¿Qué es el carretón del Diablo? Es una vieja carreta, arrastrada por caballos y qué se escuchaba en la antigua Caracas que no tenía luz eléctrica. Muchos trasnochadores la vieron, algunos murieron, otros se volvieron locos.

 

Si algunas leyendas son comunes a uno y otro país, no ocurre lo mismo con la típicamente venezolana, especialmente caraqueña, conocida como el carretón, y a veces como el Carretón de la Trinidad.

 

Se fija su antigüedad en el siglo XVIII, en la oscura ciudad que fue Caracas, la que supo del alumbrado de los faroles que por su escaso número dejaban en la penumbra a la mayoría de las calles de entonces, exigiendo por ello a los vecinos que colocaran sus lamparillas en las puertas o ventanas de su residencia. Al anochecer se les urgía cumplir con esta obligación y se encendían las pequeñas lámparas en los frentes de todas las viviendas, entre las cuales sobresalían por sus barrocos trazos las que se conocían con los nombres de las familias nobles que, para habitarlas, las habían hecho construir, tales como las de los Echenique, situada de Cují a Marrón, la de Miranda, en la esquina del Padre Sierra, la del Conde de San Javier, en la esquina del Conde, la de Don Felipe de Llaguno, en la esquina a la que dio nombre y otras.

 

Hasta alrededor de las nueve de la noche duraba la precaria iluminación, que era de aceite de coco. Parpadeaban las lamparillas y los faroles a medida que se consumían las últimas gotas del combustible, hasta que finalmente la oscuridad se entronizaba en aquel mundo de sombras, interrumpido por el breve y ocasional vestigio luminoso que venía de alguna entreabierta ventana, o por el resplandor del fanal que llevaba el esclavo acompañante de algún mantuano. Era ya más avanzada la noche, esa impenetrable oscuridad, el campo apropiado para las visiones cuya vocación intranquilizaría el vivir de los moradores de la ciudad. Y hacía la madrugada de ciertos días, especialmente los viernes, la gente asustadiza estaba pendiente del más pequeño indicio que pudiera ser considerado precursor de la aparición del carretón, que según se decía, acostumbraba a anunciarse primero por las calles del centro y con un ruido suave que iba poco a poco aumentando, hasta llegar a formar un espantoso estrépito, como si muchas bestias golpearan con sus cascos, en una carrera desenfrenada, el empedrado de las calles produciendo aquel ruido ensordecedor, que a todos aterraba. Ciertamente, se trataba del carretón, de aquella inmensa carreta, sin caballos ni ocupante, que, dando saltos de un lado para otro, emprendía sus correrías que se prolongaban durante horas, y que, según algunos, se iniciaba en la Plaza de La Trinidad - que sería después llamada Panteón -, descendía unas dos o tres cuadras, hasta llegar a Veroes, y desde allí se enrumbaba hacia La Candelaria, en cuya plaza desaparecía. Otros, que diferían de esta ruta, señalaban que, partiendo de la esquina de las Dos Pilitas, seguía hasta la Plaza de La Pastora, al norte de la ciudad.

 

A su vez, aseguraban muchos, que desde la Plaza La Trinidad, tomaba la dirección sur, llegando hasta la esquina de Las Piedras, cercana al río Guaire.

 

Aunando las distintas versiones, podría decirse, que el carretón fantasma recorría toda la ciudad de entonces, desafortunado sería el transeúnte trasnochador, o que por alguna circunstancia tuviera que trajinar por las calles exponiéndose a la terrible visión, porque caería fulminado por el rayo que desprendían las ruedas del carretón al chocar contra las piedras, y si acaso sobrevivía, habría de quedar ciego para el resto de su vida. No volvería a ver el carretón, pero en cambio lo recordaría horrorizado, describiéndolo como un arcón, que en vertiginosa carrera atravesaba la calle por entre las chispas de fuego que las ruedas despedían al tocar el pavimento, sin que en la parte delantera ni en los costados se viese bestia alguna que lo condujese; sólo un bulto rojo que también lanzaba fuego por los ojos y la boca y que al compás de un canto diabólico iba dando saltos.